sábado, 2 de junio de 2012

El indefinido Rostro de la Justicia

En su sentido más primitivo, el concepto justicia estará siempre inmerso en una amplia escala de relatividad. Tanta, como la impuesta por innumerables convencionalismo religiosos, políticos y culturales que hacen posible nuestra vida en sociedad; o la producida por la percepción y discernimiento de que es capaz cada individuo. Gracias al constante progreso de la tecnología y los medios de comunicación, el mundo es ya, una inmensa aldea global. Este acercamiento virtual, sin embargo, no es suficiente para derribar las distancias conceptuales que en torno a variados temas manejamos los humanos de uno u otro lado de esta mega-aldea. La justicia, por ejemplo, como tantos otros términos, no podrá jamás alcanzar el significado absoluto, universal e inmutable, que fanatismos y dogmatismo de toda índole quisieran darle. Será siempre lo único que puede ser: verdadera esencia de abstracción humana, obligadamente subjetiva y necesariamente perfectible. Producto de la elasticidad implícita en la palabra justicia, muchas de las cosas que acá y ahora juzgamos socialmente correctas o no, pueden ser vistas a la luz del entendimiento individual por miembros de nuestra propia sociedad o bajo la apreciación convencional de sociedades distantes o futuras, como terriblemente equivocadas.

Quizá con el transcurrir de los siglos, la conciencia colectiva de la humanidad logre sacudirse para siempre la pestilente pústula bajo la que prosperan inexplicablemente hoy por hoy, las más abyectas aberraciones. ¿Cuántos ríos de sangre nos queda por navegar para olvidarnos de las guerras y el loco armamentismo?, ¿Cuántos seres humanos hambrientos y enfermos seguirán muriendo de entre los 3,054 millones de personas -67.7% de la población mundial- que viven en extrema pobreza? Mientras un restringido grupo de extremadamente ricos (8.7% de la población mundial), acapara y consume más del 82% de la riqueza mundial. ¿Quien, por otra parte, de este lado del mundo occidental no se escandaliza por leyes, creencias y costumbres bajo las cuales se oprime, humilla y martiriza a mujeres de ciertos países africanos y asiáticos?, ¿Cómo juzgaran desde aquellos rumbos, la relajada y mal intencionada cultura sensualista por la que se ha convertido a muestras mujeres en un objeto más del anaquel mercantilista? ¿Quien puede explicar porqué y para qué, las tres personas más ricas del mundo acumulan riquezas mayores al producto interno bruto de los 48 países menos desarrollados?. Explicaciones a estas y otras interrogantes no faltarán. Muchos defenderán como normal la situación, otros -entre los que me incluyo-, la condenarán. Los extremistas de ambos lados entre tanto, seguirán aportando su tributo de sangre por instaurar el orden que a su juicio estimen conveniente.

La injusticia, ya sea por carencia de leyes apropiadas, por la no aplicación o aplicación viciada de las mismas, es el peor mal al que podemos enfrentarnos como sociedad. Sistemas jurídicos plagados de estas debilidades no pueden aspirar a ser considerados dignos administradores de justicia.
En sociedades faltas de ley florece la anarquía. Toda sociedad anarquizada es proclive a la auto destrucción, campea en ella el despotismo y el caos, la sinrazón de la fuerza o barbarie se impone como ley. Cuando las leyes existen pero no responden a las necesidades de la mayoría, prevalece un desorden legalizado: dictaduras legitimadas por seudo democracias mediatizadas ejercen su poder omnímodo en beneficio y provecho de elites dominantes, las que manoseando la justicia, hacen de la ley un fin, un instrumento de dominio y explotación -pesado yugo sobre la cerviz de multitudes debilitadas y carentes de lo más elemental-. Y, ¿Qué decir de las excelentes y abundantes leyes en manos de corruptos empedernidos?, ¿Qué de los jueces y magistrados que hacen de los tribunales un mercado de negros valores?, ¿Qué de los vigilantes del estado -llámense policías o militares- que apropiándose de las armas usurpan el poder y compiten deslealmente con los civiles?. De estos y otros servidores bien servidos, solo Dios y el poder popular organizado nos puede salvar.
Justicia, hermosa expresión, sueño eterno de grandes idealistas, noble anhelo de dar a cada cual lo que le pertenece. Pero, ¿Qué es?,¿Cómo y cuánto es lo que le pertenece a cada cual? Determinar el qué, ese algo material o inmaterial, lógico o excéntrico, común o extravagante, modesto u ostentoso, apetecible o detestable, etc, etc. es el primer paso necesario en la búsqueda de lo justo. Ahora bien, ¿Qué criterios son los correctos para decidir entre las cosas que pertenecen a éstos y a las de los otros? Y si las cosas agradables y apetecibles para la mayoría de individuos son escasas o indivisibles, ¿A quién o quienes se las asignaremos?, ¿Cuánto de cada cosa daremos a cada individuo ?, ¿Existe acaso una medida exacta para distribuir con justicia cada cosa?, de haberla, es indispensable determinarla con precisión, pues ya sea por carencia o por exceso, se podría incurrir en injusticia.

Entre tanta subjetividad y criterios disonantes, ¿a qué podemos atenernos en materia de justicia? En primer lugar, es preciso convenir que la voluntad de las mayorías debidamente representadas, es el fundamento idóneo de toda sociedad. No se puede, sin embargo, conocer ni materializar esta voluntad, sin la vigencia plena de una democracia participativa, concebida no simplemente como el desarrollo de procesos electorales, sino, como una forma de vida ciudadana, propicia para canalizar y confrontar ideas que generan soluciones no violentas a los conflictos propios de cada sociedad. Establecido este ambiente, la voluntad de las mayorías debe ser expresada y acatada mediante la instauración y aplicación de las leyes correspondientes. Salvaguardse este principio es vital para el progreso ordenado de toda nación. Toda interrupción violenta del orden democrático debe ser sancionada rigurosa y ejemplarmente.
No obstante,para alcanzar los más altos niveles de justicia, no basta con la democratización legislativa y la aplicación estricta de las leyes, es indispensable además, que las sociedades posean un alto grado de argumentación. Más, conociendo las escalofriantes brechas que separan a muestras capas sociales, en materia educativa, nutricional, económica, cultural y en muchos otros aspectos, es poco lo que por hoy podemos esperar en éste sentido.

Si en verdad aspiramos construir un mundo más justo y humano, es urgente e impostergable empezar por amortizar el tremendo y crónico pasivo social que corroe nuestra presumida civilización moderna.