domingo, 28 de abril de 2013

Éxito se escribe con pocas letras

Magdalena, la segunda hija de un matrimonio campesino, mostró desde su primer año escolar, una insaciable sed por el estudio. Aprendía con una rapidez pasmosa por lo que todos y cada uno de sus maestros, recomendaron encarecidamente a sus padres, hacer hasta el último sacrificio para que ella tuviera la oportunidad de por lo menos, culminar sus estudios secundarios. Cosa simple de lograr, si no se toman en cuenta el tiempo, el lugar, la cultura machista imperante, las terribles carencias económicas de la familia y las escasas oportunidades que en la zona y en el país en general existían para el estudio.
Egla, hermana mayor de Magdita, tenía igual capacidad y vocación que ésta, pero obraba en su contra, la suerte de ser la mayor, y por lo tanto, la más diestra y fuerte para ayudar a su madre en las incansables tareas del hogar, actividad a la que finalmente se dedicaría resignada, pero disciplinadamente. Culminaron juntas exitosamente sus seis primeros años de escuela. Sin posibilidades reales para que ambas avansaran hacia el segundo nivel de estudios, sus padres, forzados por la pobreza, decidieron enfocar sus mejores recursos y todas sus energías para que al menos Magdalena, obtuviera un título profesional. A partir de entonces, aquellos visionarios padres y su numerosa prole -de ocho hijos-, hicieron de la preparación de Magdalena, una meta familiar. Ella, por su cuenta, se encargó de hacerlos sentir orgullosos de aquel sacrificado empeño. !Cuantas privaciones, cuantos apuros tuvieron que sortear para concretar tan loable sueño! Yo, siendo muy pequeño -el séptimo y penúltimo de mi familia-, alcancé a conocer algo de aquellos sinsabores y alegrías. Cumplí también satisfactoriamente con las responsabilidades que se me asignaron. !Cómo olvidar mis andanzas de cuidandero o más bien, de "miranda" u oidor de mis hermanas mayores. En el desempeño de aquellas faenas, muchas alegrías y recompensas disfruté. Pero no habiendo luz sin sombras, para mí habían también desventuras. La más triste de todas se me daba cuando por fuerza mayor, teníamos que pasar la noche en casa extraña. Mi padecer en esos casos, comenzaba previendo lo que podía pasar durante la noche, preocupación que se convertía en afrentosa pena al amanecer, hora en que me daba cuenta que muy a pesar de las prevenciones tomadas, la cama, la cobija y hasta mi ropa, se encontraban empapadas de mis propios orines. Aquel padecimiento de enuresis heredada de mi padre, fue tan persistente y traumática para mí, que terminé por aborrecer este tipo de viajes, con dormida fuera de casa.

El alto rendimiento académico de Magdalena y su intachable conducta, se constituyeron en el mejor de los premios para mis padres y para toda la familia. Año tras año, atesoraba mi madre los diversos diplomas de honor ganados a pulso por mi hermana. El más destacado galardón se lo otorgaban al culminar el año lectivo por haber sido ella, invariablemente, la dueña del más alto índice académico. Sólo una duda opacó brevemente aquel mérito. En su último año de magisterio- contaba yo entonces con diez abriles en mi calendario-, escuché a mi madre consultarle a Magdita, sobre cómo le había ido con sus notas. Ella, sin nada de ansiedad en sus palabras se limitó a responder que a lo mejor con los atrasos provacados por la guerra contra El Salvador y por las actividades especiales que el colegio preparaba para la primera y única promoción de maestros, los profesores responsables no habían podido establecer el cuadro de honor.

Aquel fin de año, la casa se llenó de una alegría inolvidable. La graduación de Magdita se convirtió en actividad febril: la modesta huaca de ahorro que mi madre había secretamente hecho durante el año, salió a luz pública para costear la túnica, la toga, los zapatos de charol y el anillo de oro macizo de su graduación.  Como sabia administradora, mi madre hizo acopio de una y otra estrategia para afrontar sin atrasos el reto de financiar aquel extraordinario y agobiante presupuesto. Diariamente fabricaba sus tradicionales conservas de dulce y leche, que yo me encargaba de ir convirtiendo en efectivo, centavo a centavo. Por veredas y atajos, iba yo evadiendo la bravura de algunos perros y cuidando como a un tesoro la ollita de metal cromada de azul repleta de aquella dulce tentación, ante la que no dejé de sucumbir con alguna frecuencia.  Otra fuente de ingresos eran las rifas semanales que mi hermano y yo mismo desarrollábamos en combinación con los sorteos oficiales de la lotería menor de Honduras. Cada domingo a las diez de la mañana, nos apostábamos al pie del pequeño radio de baterías a escuchar la transmisión del sorteo, y conocer así, la ganancia neta obtenida mediante esa actividad. Nuestra celebración era estruendosa cuando nadie resultaba ganador del premio -cuyo monto era de tan sólo dos lempiras, y de cinco centavos el costo de cada número vendido. A las pequeñas ganancias obtenidas con éstas actividades y las ventas de gas kerosene que mi madre hacía, se sumaron las esporádicas remesas de dinero que mi padre enviaba desde la costa norte. Las más voluminosas fuentes financieras del proyecto, la aportaron las ventas de veinte quintales de maíz que Carlos, Moisés y Oswaldo -tres de mis hermanos mayores-, lograron arrancarle a la tierra durante aquel memorable año. La segunda fuente de recursos provino de los cerdos de engorde y las gallinas que hubo que monetizar.

La alegría de mi madre crecía día a día a medida que se aproximaba la fecha de la ceremonia oficial. De aquel inesperado derroche, hubo también algo para ella. Engalanada como la vi salir aquel día, sentí un remilgo de celos, pensando que con mi padre ausente, por haber emigrado a buscar el oro verde en los bananales del norte, algún avieso pretendiente osara enamorarla.
Por buena y mala suerte, aquella noche no era necesaria mi labor de vigilante chaperonil, no pude así disfrutar de las pomposas celebraciones, pero tampoco hubo necesidad de sufrir la afrenta de otro humedecido amanecer, por mucho que suene esto a un zorrillezco consuelo, ante la tentación de las uvas inalcanzables, acepté aquella ausencia con fácil resignación.
El día siguiente a la graduación, con signos de desvelo y de fresca alegría, volvieron de la ciudad mi madre y mi hermana, la primera maestra graduada de la aldea. Un cuantioso cargamento de regalos traían entre ambas: libros, plumas fuentes, alajas, una lamparita de gas, muy útil para lugares como el nuestro, sin energía eléctrica. Venía además, una novedad, un regalo especial otorgado a mi hermana por el padrino de la promoción, el entonces capitán Policarpo Paz García, quien acababa de ser ungido héroe nacional por su rol en la defensa de la patria, en la recién pasada guerra, y quien décadas después llegaría a ser presidente de la república. El regalo en mención, era una cámara Polaroid, con la que mi hermana congeló muchas escenas de aquellos tiempos, incluyendo la de ella misma, días previos a la fecha de su boda, imagen que al contemplarla, me ha inspirado a escribir estas ,líneas. Pero el más valioso y sorpresivo de todos los regalos de graduación, lo recibieron madre e hija juntas: fue el momento cumbre del evento. Invitados de honor, compañeros de graduación, padres de familia y autoridades civiles, las ovacionaron de pie cuando el director del Instituto Terencio Sierra, llamó y entregó a ellas el diploma que nuevamente había obtenido Magdalena, esta vez, por haber alcanzado el más alto índice académico entre todos los alumnos del colegio.

Aquel humilde título de maestra de educación primaria, significó para Magdalena una herramienta eficaz de superación personal, y un punto de apoyo fiel e infalible para el resto de la familia, que tomando el exitoso emprendimiento como ejemplo, fue poco a poco emergiendo de las penurias que impone la pobreza extrema.

Sería interminable la lista de éxitos que a raíz de aquel pequeño gran esfuerzo colectivo hemos seguido cosechando. Gracias a ello, los tres menores integrantes de la familia Laínez Zelaya pudimos continuar nuestros estudios hasta niveles superiores. Magdalena se encargó personalmente de costear los estudios secundarios de mi hermano mayor, y éste a su vez, hizo lo mismo con la menor de todos.

El camino no ha estado exento de obstáculo, pero el apoyo solidario entre padres, hermanos, sobrinos y primos, ha sido un factor determinante para continuar avanzando, y es sin duda, una cultura digna de resaltar y preservar. El hogar de Magdalena, por ejemplo, se convirtió por décadas, en un cuartel desde el cual se ha librado un batallar constante por la superación. En el se ha dado alojamiento y protección a por lo menos un hijo de cada uno de sus siete hermanos, cuando por fines educativos o laborales han tenido que desplazarse a hasta la capital de la república, en dónde ella afincó su hogar. A tal grado llega el compromiso y leal agradecimiento de Magdalena para con su familia, que a esta fecha, más de cuatro décadas después de su graduación, alberga en su hogar desde hace ya varios años -siempre con fines educativos-, a su sobrina Claudia, hija menor de Moisés.

Llegado el momento, entre un numeroso manjar de pretendientes conformado por  ganaderos, militares, profesionales, campesinos, y uno que otro terrateniente,  tuvo ella que elegir al hombre de su vida. Despojada de intereses económicos o de abolengos, seleccionó a un  humilde y leal compañero de trabajo con el que posó repetidamente para su mítica cámara y además, se esposó con él para siempre. Bien conocido en nuestro entorno familiar es la expresión que vertiera uno de los despechados expretendientes, al verla junto al altar, jurarle al maestro Jorge Gálvez, amor eterno y del bueno. El derrotado competidor, envidioso y frustrado se atrevió a comentar entre un círculo amplio de amigos: "mujer y media la que se lleva ese culero por esposa". Entre tanto, el triunfante caballero, ignorando la vilipendiosa frase, se limitó a cumplir sus nuevas responsabilidades hogareñas y a hacer realidad sus promesa de amor eterno.