miércoles, 20 de abril de 2016

Para contarla vivió.

Toda lucha contra las miserias y las penurias de la vida me conmueve. No sé que pesará más en mí. ¿Será acaso  inclinación solidaria con el dolor ajeno, o es tan sólo el callado empuje de propias y calladas remembranzas y recriminaciones?  No me faltan lógicas respuestas,  más no por ello, doy por cerrado mi particular debate. Lo que si sé a ciencia cierta, es que ante un relato como el que a continuación cito, me resulta difícil cerrarle el paso a una lágrima.

Vivir para contarla.
Capítulo 3
(Fragmento)

Nunca compartí la versión maligna de que la paciencia con que mi padre manejaba la pobreza tenía mucho de irresponsable. Al contrario: creo que eran pruebas homéricas de una complicidad que nunca falló entre él y su esposa, y que les permitía mantener el aliento hasta el borde del precipicio. Él sabía que ella manejaba el pánico aun mejor que la desesperación, y que éste fue el secreto de nuestra supervivencia. Lo que quizás no pensó es que a él le aliviaba las penas mientras que ella iba dejando en el camino lo mejor de su vida. Nunca pudimos entender la razón de sus viajes. De pronto, como solía ocurrir, nos despertaron un sábado a medianoche para llevarnos a la agencia local de un campamento petrolero del Catatumbo, donde nos esperaba una llamada de mi padre por radioteléfono. Nunca olvidaré a mi madre bañada en llanto, en una conversación embrollada por la técnica.
-Ay, Gabriel -dijo mi madre-, mira cómo me has dejado con este cuadro de hijos, que varias veces hemos llegado a no comer.
Él le respondió con la mala noticia de que tenía el hígado hinchado. Le sucedía a menudo, pero mi madre no lo tomaba muy en serio porque alguna vez lo usó para ocultar sus perrerías.
-Eso siempre te pasa cuando te portas mal -le dijo en broma.
Hablaba viendo el micrófono como si papá estuviera ahí y al final se aturdió tratando de mandarle un beso, y besó el micrófono. Ella misma no pudo con sus carcajadas, y nunca logró contar el cuento completo porque terminaba bañada en lágrimas de risa. Sin embargo, aquel día permaneció absorta y por fin dijo en la mesa como hablando para nadie:
Le noté a Gabriel algo raro en la voz.

lunes, 18 de abril de 2016

Un primor de primo.

El caballero de manga larga, es José Leandro, un trotamundos, enemigo acérrimo del sedentarismo y la indiferencia paralizante. En su batallar por arrancarle a cada día el sustento diario para si mismo y su prole, ha recorrido los más remotos rincones de Honduras. Cuando en la patria se le han cerrado las puertas, ha salido sin dudar y sin temor a otras tierras desconocidas. En sus andanzas, se ha cruzado por Gran Caimán y otras islas caribeñas, ha entrado y salido por más de tres ocasiones a los EE UU.
Canada no ha escapado a su curiosidad.

En sus repetidos periplos por el norte, se ha visto ocasionalmente en la necesidad de hacer prolongadas estaciones intermedias en Guatemala o México. Hace unos seis años, lo visité cuando él residía en Charlote, Carolina del Norte. La foto adjunta, fue tomada, precisamente,  en dicha oportunidad. Un año más tarde, me sorprendió su llamada telefónica desde el otro lado del Atlántico. Un tanto decepcionado, me contó sus aventuras migratorias por España: la cosa no está tan buena por acá, primo -me decía-, se gana un poco menos que en los USA, es más difícil conseguir empleo y muy delicado y penado manejar sin licencia de conducir; si logró economizar unos centavos para saldar deudas, me regresaré pronto a Honduras.

Hace ya unos tres meses que le he perdido el rastro, pero el grato aroma de su aprecio sincero me acompaña siempre. Un día cualquiera, escucharé de nuevo su voz, y este punto final, se convertirá en punto y seguido.