sábado, 25 de agosto de 2012

Quien ciegamente cree, ciegamente fracasa.

En este mundo parlanchín, donde el más mínimo susurro es veloz y estruendosa saeta, y cada oreja humana blanco fácil del incesante borbandeo sonoro, requerimos hoy más que nunca, usar el filtro de la cautela y la sensatez. Sólo así, impediremos llenarnos con el fructífero cargamento de farsas e idioteses con que somos constantemente agredidos. Dejaremos ingresar tan sólo, el grano fino de la palabra sincera y constructiva, sin esperar por ello, ninguna garantía de verdad absoluta e irrebatible. El esfuerzo a realizar es titánico, el mounstro de la falsedad con sus mil caretas, es hábil persuadiendo incautados.
Aprendamos a expulgar la verdad entre el barullo ensordesedor de cuanto se habla y escribe.
La duda es el principio de la sabiduría. Quien todo lo cree, se vuelve depositario de las falsedades de otros.
Que no te deslumbre la pulcritud y suntuosidad de los trajes ni el melifluo discurrir de las palabras. Transitan entre nosotros: cadáveres andantes hablando de pureza, jueces de honorables portes repartiendo injusticia, "curas" que contagian pestes, criminales con uniforme policial, pastores con apetito lobuno.

Ante las embestidas de tanta falsedad, la duda como principio y el discernimiento como fin, son nuestro mejor escudo. Busquemos a Dios, no en templos de mármol y oro, él reside en la profundidad de nuestro ser. Ni gritos públicos ni amplificadores de sonido, ni el desgarro de vestiduras ni golpes de pecho son precisos para llamar su atención. Él aprecia sobre todo, el humilde incienso de la oración silente y profunda. No pretendas con dádivas o diezmos comprarte una parcela de cielo, en el reino de la verdadera espiritualidad, no hay cabida para el mercantilismo. Las únicas ofrendas valederas ante los ojos de Dios, son aquellas que reciben las manos de los más necesitados: nuestros hermanos de carne y hueso.