sábado, 8 de julio de 2017

Con los pies en tierra.

A juzgar por los innumerables deseos de felicidad que minuto a minuto se publican por estos medios, cualquiera podría suponer que vivimos en una sociedad bondadosa y altruista donde el dolor ajeno nos mueve a la solidaridad, y donde la alegría propia no es completa si no se comparte. !Cómo pensar diferente si llueven hermosos mensajes llamándonos a realizar el bien!
Abundan las bendiciones y citas sagradas cargadas de buenos deseos. Desde luego, hay también quienes desdeñan el estilo común y rutinario de estas manifestaciones, prefiriendo los abordajes cargados de expresiones (estrictamente lingüísticas), bellas e inspiradoras. Por supuesto, no pueden faltar los que haciendo a un lado todo ropaje religioso, hablan de Justicia, del bien común y de las luchas reivindicativas a favor de los marginados .

Confiando en tanta buena vibra que se respira por acá, hace dos años, lancé un llamado a la solidaridad procurando algún alivio para un compatriota sumido en el más cruel sufrimiento y desesperanza. Obtuve una sola respuesta, una promesa de ayuda que se quedó en promesa.
No compartí por aquel entonces, ni lo haré hoy, el nombre de la angustiada persona, porque creo, que para tender la mano al necesitado lo que menos importa son los nombres.
Al final, aunque tarde, la ayuda de un desconocido, fiel defensor de la iniciativa privada aportó fondos cuantiosos para el tratamiento médico que requería el paciente.
Desafortunadamente el desenlace fue el peor, hace menos de un año, vencido por la enfermedad, reemprendió el viaje de retorno a su casa para morir allá en paz, al lado de los suyos.

Trascendió su muerte y su nombre al dominio público, una oleada de frases llenas de pesar vi circular de nuevo por aquí y por allá. Sin embargo, en mí, la credulidad y fe en la solidaridad humana adquirió dimensiones más realistas