Marco Aurelio Laínez Zelaya.
Con el paso de los años, agradecí a mi madre los pellizcos y jalones de orejas con que reprendió en mi niñez cada palabra obscena que me escucho decir. Gracias a ella, me salvé de caer, no sólo en lo grosero y ofensivo de dichas expresiones, sino también -y es lo que más agradezco-, en la pobreza lingüística que padecen los que usan obsesivamente términos vulgares.
Como todos los otros, el hábito del habla indecente se adquiere a temprana edad, y a medida que se afianza su uso, se restringe el aprendizaje o práctica, de un lenguaje más rico y correcto, debido a la rara condición o característica polisémica que poseen las expresiones procaces: una sola palabra es usada para una enorme cantidad de significados muy distintos.
Preocupa, no la existencia del lenguaje vulgar, al fin y al cabo es solo una forma más de expresión, preocupa, si, su auge. Poco a poco va invadiendo espacios llamados a la práctica y difusión de un lenguaje más culto. Espacios noticiosos, círculos literarios y hasta sermoneros religiosos apelan cada vez con más frecuencia, a términos de baja estofa, urgidos, quizá, por hambre de popularidad.