sábado, 15 de agosto de 2015

El Tránsito: su fundación y sus raíces.

Me tocó nacer en ese pequeño poblado del litoral pacífico hondureño, llamado El Tránsito. Su fundación se remonta a finales del siglo XIX, a raíz del casual hallazgo del oro que alverga en sus entrañas. Su nombre hace referencia a las circunstancias por las que atravesaba el General Anastacio J. Ortíz, descubridor del mineral,  militar  nicaragüense que pernoctó en éste lugar durante su viaje de exilio político hacia El Salvador, país en que residían los familiares de su esposa, Juana Ramirez Murillo integrante de un poderoso clan del que emergieron varios gobernantes salvadoreños.

El General Ortíz, fue un destacado militar y político nacido en León, Nicaragüa. Participó exitosamente en la revolución armada encabezada por liberales leoneses en 1893, contra el gobierno conservador que regía en Nicaragua.
El 15 de septiembre de ese mismo año, después de la victoria alcanzada,  es nombrado vicepresidente de Nicaragua, en gobierno que encabezó el General José Santos Zelaya.

A finales de 1893, con motivo de la guerra declarada contra Nicaragua, por Domingo Vasquez, gobernante hondureño; es nombrado Generalísimo de las tropas destinadas a combatir contra Honduras. A su lado, pelearon liberales hondureños exiliados en Nicaragua, comandados por Policarpo Bonilla, quien a finales de febrero de 1894, asumió el poder del gobierno hondureño.
El 9 de marzo de 1894, el General Ortíz ingresa a su natal, León, en donde es recibido con víctores.
Un año después, por desaveniencias políticas con las intensiones reeleccionístas de José Santos Zelaya, Ortíz decide unirse a otra revuelta armada, esta vez, contra su anterior aliado. Desafortunadamente, para él, su movimiento resultó derrotado y a principios de 1896, debió salir exiliado de su país, junto a un grupo de militares rebeldes. Y fue justo aquel viaje, el que dio origen al descubrlmiento del mineral, al que llamó El Tránsito, por encontrarse él, en tránsito hacia El Salvador.
El General Ortíz era de porte elegante, piel blanca y ojos azules. Estos mismos razgos fueron heredados por las dos hermosas hijas (Graciela y Fransisca Ortíz) que procreó con una bella hondureña.
El destino y la mala fe de uno de sus medio hermanos, orilló a estas dos mujeres a una vida completamente distinta a la que su padre procuró darles. Ellas, que crecieron en la opulencia, siendo aún adolescentes, conocieron el lado más amargo de la vida, al fallecer su protector padre.  Su medio hermano, Anastasio Ortiz Ramírez, llegó entonces al mineral de El Tránsito, y después de recoger dinero en efectivo, oro, documentos y otras prendas de valor, con su coche de caballos repleto de enseres, se marchó de regreso a Nicaragua, prometiendo a las dos jóvenes, que volvería pronto por ellas.

 Las semanas, los meses y los años pasaron; desheredadas, engañadas y abandonas a la peor de las suertes, Gracielita y su hermana menor, inocentes como eran, desprovistas de toda experiencia social, pues vivían aisladas  en la hermosa mansión de dos plantas, conocida como Hacienda La Alameda, no tardaron en conocer otras bocas engañosas que se encargaron de agigantar sus penas.

Entre las pocas pertenencias que para sí, Gracielita pudo conservar, estaban: la fotografía de su padre luciendo atuendo militar y una máquina de coser -toda una novedad tecnológica para aquellos tiempos-,  que su padre le comprara en Amapala. Ni persona ni cosa alguna fue para ella más útil y leal que aquella máquina, con la que libró sus mejores batallas para sobreponerse a la adversidad.

Antes que la muerte les sorprendiera, convertidas ya en respetables ancianas, las dos ortices decidieron sacar de sus corazones hasta el último vestigio de resentimiento hacia su amargo pasado. Viajaron por ello hasta León, Nicaragua, y preguntando, preguntando, llegaron a la casa de Tachito, tal cual ellas siempre llamaron a su hermano. La sorpresa y la pena de éste fue mayúscula. Y procurando lavar sus grandes culpas, ofrecioles el cielo y la tierra para obtener su perdón. Con su dignidad íntegra e inmaculada, ambas rechazaron todos sus ofrecimientos. Deseábamos tan sólo, dijo Gracielita, verte de nuevo antes de morirnos en paz. Que Dios repita en vos el perdón que hace mucho tiempo nosotros ya te dimos.

A mi madre y a muy pocas personas más, confiaron Gracielita y Panchita, la experiencia de aquel emotivo reencuentro con el que sellaron el último capítulo de su trágica historia.