sábado, 25 de abril de 2015

Entre el fuego cruzado.


Marco Aurelio Laínez Z 

Hubo siempre en el patio hogareño un pequeño jardín, auténtico reducto primaveral, desafiante airoso de la apabullante aridez del horizonte, que  con aliento de hoguera imponía  el más hostil de los veranos.

Cada mañana, cada tarde, con vocación de alquimista natural, se internaba mi madre en aquel arco iris tridimensional, y con acuciosa mirada, iba examinando planta por planta, flor por flor. Llevaba consigo un variado arsenal de arrullos y caricias, y por supuesto, el hidratante saludo de la llovizna  amorosa que descendía desde una vieja regadera de metal. 

A fuerza de asistirla en sus labores de jardinería,  descubrí un  día,  la silenciosa contienda que existía entre mi madre y su plantación. No fui el único testigo presencial del raro conflicto, sobre aquella tentación de enervantes aromas y hermosos colores, revoloteaban curiosas mariposas, laboriosas  abejas, llamativas mariquitas, temerosos caracoles,  y muy de vez en cuando, algún colibrí de relampagueante aleteo tornasol. 

Cada vez que mi madre descubría un nuevo brote o un capullo asomándose a la vida, en acto reflejo, florecía también en su boca la alegría. 

No sé aún desde cual de los dos bandos emergió la agresión desencadenante, sé tan sólo, que ninguna bandera de paz, ningún armisticio puso fin al fuego cruzado de sonrisas en flor y de flores a sonrisas.